En la tarde del 25 de febrero de 1266, un ejército surgió de los Apeninos samnitas, en la ladera oriental del monte San Vitale, justo sobre la fortificada ciudad de Beneventum.
El líder del ejército, Carlos, conde de Anjou y hermano del rey Luis IX de Francia, se desanimo bastante al divisar en la lejanía al ejército e su mayor enemigo, Manfredo, rey de Sicilia, acampado baja la sombra de la muralla de Benevento, junto a la orilla del rio Calore. No esperaba que estuviera allí.
Estatua de Carlos De Anjou, en el museo Capitolino de Roma.
Carlos acababa de marchar con su ejército desde Roma, donde el día de la Epifanía, 6 de enero , había sido ungido por el papa para arrebatar la corona de Sicilia a Manfredo.
El objetivo de Carlos de Anjou era Nápoles, residencia de Manfredo y capital no oficial del reino siciliano. Así que tomó la Vía Latina, una antigua calzada romana que atravesaba Frosinone y Anagni. Encontró poca resistencia al cruzar el río Liri en Ceprano. El 10 de febrero, su ejército invasor incluso había capturado el aparentemente inexpugnable castillo de Cassino (llamado San Germano en aquel entonces) a un destacamento de 2.000 mercenarios sarracenos enviados por Manfredo para defender el castillo.
Coronacion de Manfredo Hohenstaufen como rey de Sicilia.
Pero allí se enteró de que Manfredo esperaba con sus tropas tras un puente fuertemente fortificado sobre el río Volturno, cerca de Capua, que bloqueaba la principal ruta de acceso al Regno (la denominación medieval del Reino de Sicilia, del italiano regno, que significa «reino»).
Decidiendo que lo más prudente seria flanquear a Manfredo por el este, Carlos desvió sus tropas hacia el este, pasando Telese, hacia las escarpadas montañas de Taburno Camposauro , que superaría por el estrecho desfiladero de Vitulano, al oeste de Benevento.
Fue un grave error de calculo el de Carlos de Anjou. Los continuos chaparrones invernales habían convertido los arroyos de montaña en torrentes embravecidos, tanto que la mayoría de carros de suministro tuvieron que ser abandonados.
Para cuando sus hombres llegaron al valle del Calore, habían devorado la mayoría de sus bestias de carga e incluso algunos de sus corceles (los costosos caballos de guerra de los caballeros). Era una fuerza agotada y desanimada la que ahora se enfrentaba a un adversario bien descansado y bien alimentado, protegido por un río casi intransitable a la sombra de una ciudad bien defendida.
Manfredo, informado por los sarracenos supervivientes que habían podido escapar de San Germano de que Carlos intentaba flanquearlo, se había anticipado brillantemente al mover rápidamente sus fuerzas desde Capua a través del Valle Caudina, que separaba el Taburno Camposauro y el macizo de Montevergine, hasta Benevento.
La ensoñación de Carlos de Anjou sobre expandir los territorios propiedad de la monarquía gala parecía haber llegado a su fin.
Según todos los indicios, Carlos de Anjou era un hombre taciturno y flemático, poco acostumbrado a las demostraciones de emoción. Pero seguramente debió reflexionar con tristeza sobre el largo camino que lo había llevado hasta ese punto y momento.
Nacido el 21 de marzo de 1227 como el séptimo y último hijo de Luis VIII de Francia (quien había fallecido de disentería el 8 de noviembre del año anterior), Carlos creció en la corte sin ninguna esperanza razonable de portar alguna vez una corona.
Al no disponer de infantazgos (dotaciones de tierras para sustentar a la realeza más joven), el rey le había asignado una carrera clerical. Sin embargo, su linaje y educación le enseñaron a aspirar a más. Después de todo, su padre (Luis «el León») había invadido Inglaterra durante la Primera Guerra de los Barones y su madre era la tenaz Blanca de Castilla, quien había servido como reina regente tras el fallecimiento de su esposo.
Fue su hermano mayor,el devoto Luis IX, quien le permitió trazar un camino diferente, más acorde con su personalidad. El futuro San Luis destinó los condados de Anjou y Maine a Carlos después del fallecimiento de sus hermanos mayores, Juan y Felipe Dagoberto en 1232, aunque no fue hasta ser nombrado caballero en Melum en mayo de 1246 cuando Carlos recibió formalmente la propiedad de ambos territorios.
Para entonces, sus aspiraciones ya se habían visto considerablemente cumplidas por su afortunado matrimonio con Beatriz de Provenza en Aix-en-Provence el 31 de enero de ese mismo año, lo que le otorgó el control de uno de los condados más ricos y poderosos del reino.
Carlos de Anjou y Beatriz de Provenza.
Más tarde, en 1256, el rey Luis concedió a Carlos también el condado de Forcalquier en la Alta Provenza. Sin embargo, fue una serie de intrincados acontecimientos externos, impregnados de la política papal de la época, lo que inesperadamente le ofreció a Carlos una vía para acceder a su propio reino.
Esta secuencia de acontecimientos se desencadenó con la muerte del emperador del Sacro Imperio Romano Germánico Federico II, a causa de unas fiebres en Castel Fiorentino, Apulia, el 13 de diciembre de 1250.
Federico II, rey de Napoles y Sicilia.
La muerte del emperador provocó un gran júbilo en la curia papal. La Casa alemana de Hohenstaufen había sido la pesadilla del papado desde que el padre de Federico, Enrique VI, conquistó el Reino de Sicilia en 1194 a la familia fundadora, los Hauteville de Normandía, entre cuyos ilustres miembros se encontraban Roberto Guiscardo, el conde Roger de Sicilia y su hijo, el rey Roger II.
El papa Gregorio IX no quiso perder la ocasión, y había excomulgado a Federico, llamándolo «el Anticristo», y su sucesor, Inocencio IV (excluyendo el breve papado de dos semanas de Celestino IV), había tildado a la familia imperial de «raza de víboras.
Esto se debía a que los Hohenstaufen, como gobernantes de tierras tanto al norte como al sur de los Estados Pontificios (esencialmente la región central italiana: las actuales Lacio, Marcas, Umbría, Romaña y parte de Emilia), amenazaban la política papal con un cerco opresor. Y a diferencia de los Hauteville, se habían negado a jurar lealtad a la Santa Sede por el Reino de Sicilia.
Así, la península itálica había quedado dividida en dos bandos hostiles: los gibelinos, de tendencia imperial, llamados así por el castillo Hohenstaufen de Wibellingen, en el ducado de Suabia (sur de Alemania), y los güelfos, cuyo apodo provenía de los duques Welf ,de Baviera, partidarios del papado, implacables adversarios de los Hohenstaufen.
El problema comenzó cuando Inocencio IV se negó a reconocer a Conrado, hijo de Federico, como su sucesor, a pesar de que el joven príncipe era el heredero legítimo del reino y había sido designado formalmente como tal por su padre.
Conrado, rey de Alemania, asumió la corona de Sicilia desobedeciendo al papa, pero no se negó a dialogar para encontrar algun acuerdo con el papado.
Pero el Papa no estaba dispuesto a aceptar que el mismo soberano gobernara tanto Alemania como Sicilia. A cambio, Inocencio buscó un pretendiente que se contentara con gobernar Sicilia únicamente, y bajo los auspicios papales. Se dirigió entonces a Enrique III de Inglaterra en agosto de 1252, con la esperanza de que el rey reclutara a su hermano Ricardo, conde de Cornualles, para el cargo, pero este último no tenía ningún interés en poseer un reino como vasallo del Papa.
Inocencio entonces escribió a Luis IX para ofrecerle el trono a Carlos de Anjou, pero el monarca francés consideraba a Conrado como el legítimo gobernante de Sicilia.
Pero el soberano inglés no tenía tales escrúpulos, y Enrique III presentó formalmente a su hijo Edmund Crouchback, conde de Lancaster, como candidato en febrero de 1254. Inocencio IV pareció responder afirmativamente, refiriéndose al príncipe inglés en correspondencia fechada el 14 de mayo de 1254 como «rey de Sicilia».
Sin embargo, la muerte de Conrado por malaria en Lavello tan solo una semana después hizo dudar al papa por temor a pisotear abiertamente los derechos soberanos del hijo y heredero del rey, Conrado II, apodado Conradino, el "pequeño Conrado".
El asunto pareció quedar en tablas cuando el propio papa Inocencio IV moría el 7 de diciembre de ese año.
No hay comentarios:
Publicar un comentario